Me embarqué en la desesperada
aventura de seguirte escribiendo, queridísima Miralles, como un acto de
insolencia contra la verdad. Asumí seguir siendo quien soy, ante, por y para
ti, a través de mis cartas; aquél a quien hace años conociste, un ser inquieto
que lucha por mantenerse despierto, a duras penas entero, en medio de tanta
fluctuación. Te dediqué la muestra más enternecida de esa pirotecnia verbal con
la que me defiendo del mundo y de la que me valgo para resistir en mis
coordenadas. Y te quise soñar amorosamente, bella durmiente, y te busqué donde
no estabas, mientras mis ojos batían su mirada entre miles de seres atrapados
por la prisa, interesados a secas en sí mismos, encarcelados en su propio
pensamiento... Me perdí entre toda esa gente amurallada que no pudo conocerte y
no sabe nada de ti, que jamás intuirá siquiera al ser libre que eres, Miralles.
¡Qué triste...!
Sé que cada quien es dueño de
fabricar las verdades y mentiras que edifican su existencia, pero dudo que haya
quien consiga experimentar algo que no sea vulnerabilidad y desasosiego construyéndose
desde la reclusión. Porque percibir cuanto existe exige asomarse al mundo
exterior, abandonar ese enclaustramiento condicionado por nuestra rígida manera
de entender el mundo y la vida, de concebirlos. ¡Ah, la vida...! Hemingway
solía decir que en la vida uno debe jugar las cartas que le han dado. Y,
después de todo, pienso que él, al menos, tuvo la oportunidad de hacerlo;
incluso la de decidir cuándo abandonar la partida...
Pero también te busqué entre
tantos otros, a quienes he osado hablar de ti, de lo que representas para mí,
Miralles. A esa gente que pasea bajo mi alféizar, y me lee y cincela a través
de los riachuelos de palabras que improvisan mis desvelos y goces, mis obsesiones
y mis lágrimas, a ellos y ellas, a quienes tanto debo, cuando te buscaba, lo
hice: les hablé de ti.
Tal vez llevo demasiado tiempo
aparentando estar cuerdo; tanto tiempo que termino por creer que realmente ya
no es sólo mi pundonor, que hay una estructura que me sostiene erguido, como a
un viejo y fatigado guerrero su armadura. Y ahora, mientras te escribo estas
líneas, supongo que inevitablemente siempre ha sido y será así: que mantener el
equilibrio es una agotadora tarea vital, propia de locos, y que la locura y la
razón están separadas por un hilo tan frágil como el que limita a la vida con
todo cuanto la niega. Esto es algo que ambos supimos un día, casi a la vez, y
nada se nos hizo tan bruscamente real; nada, salvo la terrible e ineludible
certeza de que tú, definitivamente, querida Miralles, jamás envejecerás... De
que lo haré yo solo.
Anteayer contemplaba embelesado
el minúsculo vértice de tierra en que el Maine encuentra al Loira y comienza a
formar parte de su inmenso y bellísimo curso. Me pareció grandioso el paisaje
eternamente cambiante que mi mirada registraba incansable en la quietud del
otoño afianzado en una paz ocre y gris. Y me gustó repensar el viejo tópico de
que nuestras vidas son como esos cauces que, inmemoriales, se fundieron para compartir
el destino irrevocable que habrá de conducirlos hasta el mar. Sí, mi amantísima
amiga, sé que en él nos veremos: en ese mismo mar en el que, un día lejanísimo
e imposible, algo que no hemos sido
capaces de imaginar osó crearnos. Espérame entretanto, mientras yo sigo mi
curso, por favor. Mis ojos reclaman tu eterna sonrisa Miralles... Y quiero que
sepas, y que jamás olvides, que cuando los cierro consiguen verte, aún plenos
de esta luz meridiana que retiene su ardida memoria, atrapada en la belleza
fluvial de las acuarelas angevinas.