14 abril, 2013

PLAZA MOLINA

Central Savings - Estes



Tengo ante mí un cortado humeante, sobre la barra de un bar de Plaza Molina. Pronto serán las nueve y Barcelona se despereza lentamente, para recibir esta mañana de domingo. Entrando a raudales por las cristaleras, el sol nos calienta la espalda a la media docena de parroquianos que salpicamos la barra. Periódicos abiertos, cafés, zumos y cruasanes, algún cigarrillo encendido, caras evocadoras del sueño último, recién estrenadas para el transcurso de un día que se anuncia espléndido y vernal...
Buenos días, Miralles. Hace veintitantos años, ahí fuera, sentado en un banco de esta misma plaza, escribía la primera y emocionada carta de amor que marcaba el comienzo de la más bella historia de mi vida; una historia que, por más que imaginara imperecedera, un día sin embargo se disipó, sin que yo supiera reavivar las ascuas del amor que durante tanto tiempo mantuvo su llama. Te lo conté después de inventariar mis silencios; te hablé de lo que supuso para mí protagonizarla y te confié también su final. Recuerdo haberte trasladado, entonces, la idea de que el amor se nutre de su carácter provisional; en última instancia, de la certeza de su propia extinción. Tal vez sea así; aún, la verdad, no lo sé. Lo cierto es que ahora vuelvo la vista atrás y observo el pasado con ternura. Nada me duele, no temo sentir siquiera una punzada de nostalgia. Tampoco la tuve cuando, recientemente, miraba en los álbumes de fotos el tramo penúltimo de mi biografía y pasaba espaciosamente las páginas, con la sonrisa de quien, a pesar de sus faltas, se ha conciliado con lo vivido. Pensé en toda la gente maravillosa que me acompañó y me hizo dichoso durante aquellas dos décadas. Fotografías y recuerdos, igual que el viejo tema de Jim Croce; instantáneas tan adheridas al cartón negro, por el paso de los años, como tatuadas en la memoria de ese mito prescindible que, según F. Crick, es el alma. Todo está en su sitio, concluyo. Y está bien que así sea.
Como en aquel ayer hice, sentado en un banco de Plaza Molina, que ya no existe, ahora borroneo mi libreta de bolsillo, pero esta vez para dirigirme a ti. Y cuando te refiero mis registros más íntimos, intento poner mimo y detalle, porque al hablar de sentimientos, los matices cobran una importancia terminante. Sí, pienso ahora mismo en lo hermoso que es contar contigo; saber que nos tenemos, Miralles, incluso para compartir el silencio. Una sensación agradable se me cuela en el pecho, cuando te imagino dormida en una paz de nenúfares que te torna singularmente presente en este renacer primaveral. Y porque cada día es nuevo, a pesar de las rutinas y los envoltorios, estoy de nuevo aquí, a tu lado, para contártelo; a tu lado, de donde nunca me he ido, por cierto. Hoy, que regreso a casa, salvaré los cientos de kilómetros que median entre nuestras ciudades, volveré a mis quehaceres tras estos días de asueto... Pero te llevaré conmigo, y, junto a ti, a mi otra gente de aquí, como hago desde que tuve la fortuna de descubrir que la vida es muchísimo más hermosa teniéndonos como amigos.
Apuro un resto frío del café y pago antes de cerrar este cuaderno. Miro afuera, tras los cristales, dejando que mi memoria vaya más allá de lo que existe: Reinvento el banco, el recuerdo de Plaza Molina, bajo el cielo recortado y luminoso de la ciudad, y caigo en la cuenta de que miro la mañana como invariablemente te miro a ti cuando te escribo; como si todo cuanto alcanzo a ver se me presentara a los ojos diáfano y limpio. Como si afortunadamente mirara las cosas bellas como las mira uno, entre sorprendido y feliz, cuando lo hace por primera vez.

 
ir arriba