17 febrero, 2013

Y A LA VERDAD...

Botella de vino - Joan Miró

Estoy pensando que me encantaría que te conocieran, Miralles; que, quienes anónimamente leen las cartas que te escribo, supieran algo más de ti: Que se escuche tu voz, poder pintar tu pelo y tu mirada, revelarte tal cual, de cuerpo entero, y tu alma noble y leal; que tras verte, entonces, comprendieran por qué en el rincón de mi corazón en que te guardo y llevo siempre hace sol... Me encantaría, sí; pero acepto tu deseo de permanecer entre bastidores. Sabes que admito sin ambages cuanto venga de ti, que lo he hecho siempre. Otra vez esto de aceptar, que viene a ser algo así como dejarse de urgencias y puñetas...
Dulce Miralles, en el País de Nunca Jamás, esa otra realidad que, como ésta, es un juego de espejos en el que la verdad de todo trampea y confunde. Hasta el amor: tal vez el enésimo reflejo de una ilusión proyectada en mil mercurios, desde una lejana estrella que aún titila a nuestros ojos, pero que dejó de brillar hace algo más de una juventud. Me preguntas y preguntas, Miralles, porque entiendes que mi estrategia es la sinceridad y porque dices que la amo, que amo a la verdad, esa verdad humilde de andar por casa... Pero, ¡y yo qué sé de esa otra: de la Verdad! ¿Me terminaré zambullendo en tus interrogaciones, hasta marearme de letras y más letras? No, mira, me importa un pimiento. Consiente que no quiera acercarme a la oscura profundidad de esas aguas empantanadas. Guste o no, soy un tipo concreto, tan-tangible que parezco, buscador de certidumbres. A la porra la Verdad con mayúscula, que se la dejo a revelados y esclarecidos. ¿A quién en su sano juicio le preocupa? Bah. Chesterton tuvo un fogonazo: dijo que la había visto (la Verdad), y que no tenía sentido. ¡Un brindis por Chesterton...! Aguarda un poco; dicho y hecho: Festejo la media tarde y me pongo vino de Oporto en una copa; rojo cereza, lleno de aromas dulces como el de una fruta en sazón. No satura el olfato, se deja sentir pleno y redondo, lo paladeo, de memoria ligeramente picante en la base de la lengua, donde lo retengo hasta dejarlo caer por la garganta y exclamar: ¡Por Chesterton, Miralles! Bebo otro pequeño trago. Bebo y respiro hondo; bebo y te propongo, si la vida no nos regatea tiempo, olvidarnos de la Verdad; y prometo que, a cambio de ella, te voy a regalar por siempre literatura. Supuesta literatura, literatura apócrifa, de la que sé algo porque me brota y enajena; de la que tengo en mi mina interior, de la que escribo a desgarros, cada vez que el alma me rabia e interpela. ¡Espejos, Miralles, espejos! ¿No hablabas tú de ellos? Pero, bueno, tomo otro sorbo y ya te pierdo... ¿Dónde estás...? ¡Ah sí, ahora lo sé: ¡el portón! Te has escondido en tu Castillo de las Preguntas, Rapunzel del Mediodía, que juegas a emboscarte en tu torre... ¡Cielos, Miralles: qué rico me sabe este vino! Me sirvo nuevamente por ti, por Chesterton y por mí. Mírame bien, a los ojos... Y, si te parece, di conmigo: A la Verdad, de verdad: ¡que le den!

 
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