Las cuatro habitaciones - Hammershoi
Recuerdo cómo, con veintitantos
años, cuestionaba radicalmente la existencia de la verdad. La Verdad como valor supremo no existe, escribí en uno de mis
cuadernos; sólo tenemos un reflejo de lo
que es, a través de lo que alcanza a interpretar nuestra mente. Es la realidad
la que se impone; lo que vemos y nos rodea, lo inapelable- mente nuestro, eso sí verdaderamente existe.
Ahora releo aquellas frases manuscritas,
y contradigo piadosamente mis cavilaciones de entonces. A día de hoy, pienso
que, para nuestra mayor incertidumbre, no sólo la verdad, también la realidad
es objetivamente inaprensible. La realidad... ¿Qué decir de ella, cuando el
progreso de la ciencia nos aleja definitivamente del antropo- centrismo y nos
enfrenta a las limitaciones insalvables de nuestro organismo? ¿Cómo capturarla de
un modo razonable, cómo expresarla justamente, si se nos revela a expensas del
lenguaje y de la conciencia, comprometida por la experiencia íntima de quien la
percibe, por las emociones que su interpretación suscita? Todo cuanto nos rodea
es profundamente relativo, complejo e incierto; lo que llamamos real. Y hay
algo inquietante en esta observación, pero, como defienden los cognitivistas,
no es la realidad lo que nos perturba, sino el modo en que la percibimos. No en
vano diría Borges: ¿Es un imperio esa luz
que se apaga o una luciérnaga?
La realidad es poliédrica y, como
la verdad, sortea nuestra capacidad de comprensión; literalmente se nos escabulle,
hasta el punto de que, de ella, sólo poseemos fragmentos azarosamente hurtados.
Tal es nuestra pertenencia: esa porción viva y cambiante que tercamente asimos,
lo aparente, una mínima percepción con la que pretendemos dar un sentido a la
existencia y explicar precariamente lo que en cada momento es... O, dicho de
otro modo, lo que creemos que ciertamente ahora sucede. Porque lo que hoy es,
es porque resiste y mientras resiste. Mañana, todo ello, será otra cosa o,
simplemente, ya no será.