07 octubre, 2012

SAINT-ÉMILION



Vue au pied du clocher - Autor desconocido
A finales de primavera, me acerqué de nuevo a las riberas del Dordoña. Los de junio son días tapizados de verdor en la vecina planicie aquitana: El verde de los trigales, el de las viñas rebrotadas, un bellísimo cuadro de entre ríos, magnífica y esperanzada estampa postal. Cuando uno se allega a la campiña bordelesa, sucumbe a la tentación de perderse por entre los capilares de macadán que fragmentan los viñedos, jalonados por châteaux en los que se cultiva con mimo la variedad de uva reina de la zona: el merlot. El paisaje de majuelos perfectamente roturados y divididos en bancales de cepas es francamente inspirador, conque es recomendable alquilar una gîte o casa rural durante los días de estancia en la región. Por cierto, nunca he visto tantos salpicados de amapolas como en la primavera de Saint-Émilion, cerquita de Burdeos, el pequeño pueblo medieval en el que concretamente estuve.  
Situado sobre un altozano frente al Dordoña, y cercado por un mar de viñedos, Saint-Émilion es uno de los más populares santuarios mundiales del vino, de visita obligada para quienes tenemos cierta devoción por los buenos caldos y por las piedras. Y es que, con sus calles estrechas y escarpadas, la arquitectura del lugar forma una suerte de casco protector alrededor de su bella ermita monolítica, parecida a un baptisterio excavado en la oquedad de un pequeño acantilado. El pueblo, en sí, se recorre tranquilamente en un día, en el que, además del mencionado templete, se pueden ver y visitar el Castillo del Rey, la Colegiata, el Palacio Cardenalicio, el Convento de los Cordeliers (como llaman a los franciscanos), las fosas y los viejos muros que rodean el conjunto.
Como sea, Saint-Émilion da buena cuenta de una parte fundamental de su historia a través del comercio, singularmente representado por numerosas tiendas de vinos, que en general responden más al concepto francés de boutique que al nuestro de vinatería. Son establecimientos cuidados, algunos de ellos con nobles y lujosos escaparates, en los que lucen botellas de los vinos más acreditados de toda la región de Burdeos. Saltan a la vista los Margaux, Latour, Lafite Rothschild, el más popular y celebrado Sauternes... En fin, envuelto por el agradable espejismo de ver tanta delicia junta, el último día me acerqué —eso sí, con el bolsillo encogido— hasta la tienda del Museo del Vino, a la que entré con alguna referencia y de la que salí con un Pécharmant y dos botellas de Château Trapaud, que ya había probado y que guardo para Navidad. También me traje de allí el recuerdo vivo de una pequeña vid, cuya variedad he olvidado y que, por cierto, sobrevive en un hermoso tiesto, en mi terraza, comenzando a dorarse de otoño. Y ya, ya sé que no disfruta del espacio ni de la espléndida tierra que tenía en la primavera de Saint-Émilion, pero prometo compensar con celo todo aquello que, a lo largo de las estaciones vitorianas, le pudiera faltar. 
 
ir arriba