Vue au pied du clocher - Autor desconocido
A finales de primavera, me
acerqué de nuevo a las riberas del Dordoña. Los de junio son días tapizados de verdor
en la vecina planicie aquitana: El verde de los trigales, el de las viñas rebrotadas,
un bellísimo cuadro de entre ríos, magnífica y esperanzada estampa postal. Cuando
uno se allega a la campiña bordelesa, sucumbe a la tentación de perderse por
entre los capilares de macadán que fragmentan los viñedos, jalonados por châteaux en los que se cultiva con mimo
la variedad de uva reina de la zona: el merlot. El paisaje de majuelos perfectamente
roturados y divididos en bancales de cepas es francamente inspirador, conque es
recomendable alquilar una gîte o casa
rural durante los días de estancia en la región. Por cierto, nunca he visto tantos
salpicados de amapolas como en la primavera de Saint-Émilion, cerquita de Burdeos,
el pequeño pueblo medieval en el que concretamente estuve.
Situado sobre un altozano frente
al Dordoña, y cercado por un mar de viñedos, Saint-Émilion es uno de los más
populares santuarios mundiales del vino, de visita obligada para quienes tenemos
cierta devoción por los buenos caldos y por las piedras. Y es que,
con sus calles estrechas y escarpadas, la arquitectura del lugar forma una suerte de casco protector alrededor de
su bella ermita monolítica, parecida a un baptisterio excavado en la oquedad de
un pequeño acantilado. El pueblo, en sí, se recorre tranquilamente en un día, en
el que, además del mencionado templete, se pueden ver y visitar el Castillo del
Rey, la Colegiata, el Palacio Cardenalicio, el Convento de los Cordeliers (como
llaman a los franciscanos), las fosas y los viejos muros que rodean el conjunto.
Como sea, Saint-Émilion da buena
cuenta de una parte fundamental de su historia a través del comercio,
singularmente representado por numerosas tiendas de vinos, que en general responden
más al concepto francés de boutique
que al nuestro de vinatería. Son establecimientos cuidados, algunos de ellos con
nobles y lujosos escaparates, en los que lucen botellas de los vinos más acreditados
de toda la región de Burdeos. Saltan a la vista los Margaux, Latour, Lafite Rothschild,
el más popular y celebrado Sauternes...
En fin, envuelto por el agradable espejismo de ver tanta delicia junta, el
último día me acerqué —eso sí, con el bolsillo encogido— hasta la tienda del
Museo del Vino, a la que entré con alguna referencia y de la que salí con un Pécharmant y dos botellas de Château Trapaud, que ya había probado y que
guardo para Navidad. También me traje de allí el recuerdo vivo de una pequeña
vid, cuya variedad he olvidado y que, por cierto, sobrevive en un
hermoso tiesto, en mi terraza, comenzando a dorarse de otoño. Y ya, ya sé que
no disfruta del espacio ni de la espléndida tierra que tenía en la primavera de
Saint-Émilion, pero prometo compensar con celo todo aquello que, a
lo largo de las estaciones vitorianas, le pudiera faltar.