28 octubre, 2012

EL VECINO DEL CUARTO



Zambezia - Lam

Teniendo en cuenta que curso un grado de Lenguas Modernas y Gestión, sería un poco peripatético desarrollar mi futura tesis doctoral sobre los individuos insufribles. Pero lo cierto es que conozco a un montón de tipos cuyas vidas son tan pobres, huecas y enojosas que constituyen un filón de estudio digno de estimación académica. Personajes con dinero y posición, que no disimulan una manera de ser y relacionarse con el resto del mundo tan vana como miserable. Cultivan la falsedad, eligen sus gustos y devociones según les encaja e invierten su tiempo y energía en figurar lo que no son, como si vivieran un piso por encima de sus congéneres. En fin, que un buen porcentaje de estos advenedizos pertenece a la abominable ralea de los nuevos ricos, entre los cuales ubico a mi vecino del cuarto.
Por caso, el otro día coincidimos llegando a casa:
—Hola Pedro —le saludé.
Me miró de reojo, cuando abrí la puerta de acceso al edificio cediéndole el paso.
—Qué hay —gruñó, y me soltó a bocajarro: —Oye, ¿eres tú el que deja la bicicleta ahí, en medio del portal?
—En un rincón —puntualicé—. Cuando vengo de la uni y hasta que voy a entrenar, por no guardarla para media hora...
—No es el mejor lugar, que te quede claro —dijo, precedido por su barriga hacia el ascensor.
—Tampoco creo que...
—No hacen más que molestar —perseveró, a lo suyo, y el efluvio agrio de una penetrante halitosis me hizo desistir de animarle a abrir de nuevo la boca. —Luego así se joden las puertas, con los golpes que les dais, al entrar y salir a todas horas.
Contuve la respiración y sonreí, mirándole fijamente entre las cejas, un poco más arriba de los ojos. Él debió creer que tenía algo en ese punto, porque se rebulló incómodo, girándose para salir del ascensor.
—Adiós, Mario —le dije adrede (Mario es su hermano mayor, que vive en el portal de al lado).
Murmuró alguna procacidad que no pillé y ahí quedó la cosa. Como sea, si lo he traído a cuento es porque este sujeto revalida lo que comentaba al principio sobre la gente insoportable. El tal Pedro es un capullo de humor aborrascado, con una vida en apariencia ordenada, pero arrogante y belicoso; de los que predica una cosa y hace otra. Seguro que, además, es estreñido crónico. Apenas le conozco pero puedo atestiguar con anécdotas su permanente desprecio hacia el género humano. Por esto le tengo semejante paquete... Pero, en fin, Mario, perdón, Pedro, aún así te libras. Agradece que estudie Lenguas Modernas y Gestión, y no pueda desarrollar mi futura tesis doctoral sobre individuos insufribles como tú, pedazo de postizo. ¡Lo demás...!

21 octubre, 2012

DIVORCIO EN BUDA - Marai



Antífona - Valls

«Imagínate que una persona a la que amas está gravemente enferma y la única forma de curarla es hacerle la autopsia mientras está viva, abrirla, analizar y experimentar con la materia viva, porque así a lo mejor encuentras el modo de salvarla... Me gustaría curar a Anna. Ella también lo sabe ya. Hay algo entre los dos que impide que ella esté totalmente conmigo. Su cuerpo es dócil, su alma está dispuesta a todo, y, sin embargo, se resiste a entregarme su secreto más profundo, su única propiedad privada, lo más importante para ella, un recuerdo, un deseo, algo, no sé. ¿Qué significa esa nimiedad comparada con la infinitud de una vida entera? La naturaleza trabaja con enorme derroche: sólo en el cerebro humano hay seiscientos mil millones de células. ¿Qué importa, pues, una sensación oculta, una emoción inconsciente? A veces me parece que no importa mucho. Y otras pienso que todo depende de eso. Por supuesto, no se puede vivir con esta tensión permanente. Intento servir a los demás, lo que para mí constituye el único sentido de la vida. Tengo que trabajar, cueste lo que cueste. Me hago la autopsia a mí mismo. Sin piedad. Me tumbo en la mesa del quirófano y examino todos mis sentimientos y mis recuerdos con la esperanza de que la culpa sea también mía, de que me haya equivocado, de que no haya amado a Anna, de que no la haya amado lo suficiente, de que no haya sido lo bastante hábil o astuto..., porque quizá necesitemos también astucia para el amor.»
 

14 octubre, 2012

ÁLBUM DE UN LUNES DE OTOÑO

Autorretrato - Kupka



Es Anna, bolso en ristre, corriendo hacia el autobús. Le cuesta tanto madrugar; una hora de trayecto, cinco de clase... Cuando llega a la parada, el bus está a punto de salir. Saluda a los habituales, toma asiento y se pone los auriculares del I-Phone. El primer whats-app de la mañana, le hace sonreír. Responde y cierra los ojos. Oye Kiss FM, recordando los mejores momentos del finde, y plácidamente se adormece.
Es Pablo, que carga con su mochila hacia el cole. Ve una castaña en el suelo, estira una pierna hacia atrás y chuta con fuerza... (¡clonc!), contra la puerta de un coche aparcado. Mira inquieto a su alrededor, nadie le ha visto. Se ajusta la mochila en los hombros y acelera el paso. Diez segundos después, busca con la mirada otra castaña.
Es Lilí en Creixell, deleitándose en la terraza de su cuarto con el aire y el sonido de las olas. Mira la triple franja del paisaje que ha fotografiado cien veces: Hoy la arena de la playa se ve pardusca, el mar de verde a gris, un cielo atormentado. Toma su réflex, dispara varias veces, capturando la luz matinal. Luego, entra y pone bien alto el Sound and Vision, de Bowie, abre los brazos y bailotea por toda la habitación.
Es Yvette, abriendo la ventana de la cocina que el tibio sol de octubre inunda. En un plato, pela y trocea un tomate maduro; corta un poco de cebolleta en juliana, abre un tarro de atún, se sirve y añade aceitunas negras, sal, aceite de oliva; con un trozo de pan y dos dedos de vino. Sentada a la mesa, mastica lentamente, apreciando la deliciosa brevedad de unos sabores que paladea hasta el último rastro del bocado. Agradece a la vida el placer que le regalan las pequeñas cosas cotidianas.
Son Amalia y Juan, y esta es su primera estancia en un balneario. Encantada, Amalia telefonea a su hija a media tarde, para contarle con detalle cada una de las novedades: el baño termal, la clase de aquagym, los barros, el masaje. Juan le escucha y sonríe. Él, más crítico con todo, pone sus pegas... Pero le mira a ella, la ve feliz y con eso le basta.
Es Chémile. Vuelve de Barcelona y permanece recostado junto a la ventanilla del avión. Normalmente, emplea los vuelos cortos en organizarse: apunta ideas para la conferencia de turno, sus notas de agenda, una chuscada para tuitear. Pero hoy, sumido en un jergón de ensoñaciones, su mirada vaga más allá de las nubes y del atardecer. Le viene Dylan: Lay Lady Lay... Y, a la par, una cierta añoranza y más de un entrañable recuerdo.
Es Marieta y ha quedado con Miguel. Pronto harán tres años juntos y quieren celebrarlo. Lo que sea, pero barato, que no están para lujos. Salen ideas que descartan sobre la marcha; aparecen otras, algunas extravagantes, las más, convencionales. Disfrutan haciendo planes... y Marieta sabe que, a veces, el mayor goce tiene lugar en el día de la víspera.
Es Pepa, tras su clase de yoga. Nota un cansancio dulce. Responden sus articulaciones, no tiene dolor. Camina junto a la ría ennegrecida, plagada de destellos citadinos. Los puentes y los muelles, el Guggenheim; un horizonte nocturno y tornadizo. Recuerda cuando la ciudad era húmeda y gris, y el cielo metalúrgico. Y, como si formara parte del conjunto, se funde entre las formas del paisaje urbano; lentamente se diluye en él.
Es Esteban, que ha tenido un día de trabajo duro. Cena y sale a que le dé el aire. Camina pisando hojarasca, y repara en que sólo oye el sonido de las hojas muertas crujiendo bajo sus pisadas. Se siente en el corazón de otoño. Le gusta la palabra hojarasca, la susurra para sí y sonríe. Y, sin saber por qué, cae en la cuenta de que está satisfecho con su vida y decide que se lo ha de recordar más a menudo.
Es Juanan, comprobando que se le ha hecho tarde. Mañana madruga, pero antes de apagar el ordenador quiere acabar la página del álbum que confecciona. Piensa que tiene alguna imagen más que añadir, pero le vence el martes a la vuelta del sueño, y se dice que, por hoy, ya basta... Conque aprieta la última tecla: la del punto final.

07 octubre, 2012

SAINT-ÉMILION



Vue au pied du clocher - Autor desconocido
A finales de primavera, me acerqué de nuevo a las riberas del Dordoña. Los de junio son días tapizados de verdor en la vecina planicie aquitana: El verde de los trigales, el de las viñas rebrotadas, un bellísimo cuadro de entre ríos, magnífica y esperanzada estampa postal. Cuando uno se allega a la campiña bordelesa, sucumbe a la tentación de perderse por entre los capilares de macadán que fragmentan los viñedos, jalonados por châteaux en los que se cultiva con mimo la variedad de uva reina de la zona: el merlot. El paisaje de majuelos perfectamente roturados y divididos en bancales de cepas es francamente inspirador, conque es recomendable alquilar una gîte o casa rural durante los días de estancia en la región. Por cierto, nunca he visto tantos salpicados de amapolas como en la primavera de Saint-Émilion, cerquita de Burdeos, el pequeño pueblo medieval en el que concretamente estuve.  
Situado sobre un altozano frente al Dordoña, y cercado por un mar de viñedos, Saint-Émilion es uno de los más populares santuarios mundiales del vino, de visita obligada para quienes tenemos cierta devoción por los buenos caldos y por las piedras. Y es que, con sus calles estrechas y escarpadas, la arquitectura del lugar forma una suerte de casco protector alrededor de su bella ermita monolítica, parecida a un baptisterio excavado en la oquedad de un pequeño acantilado. El pueblo, en sí, se recorre tranquilamente en un día, en el que, además del mencionado templete, se pueden ver y visitar el Castillo del Rey, la Colegiata, el Palacio Cardenalicio, el Convento de los Cordeliers (como llaman a los franciscanos), las fosas y los viejos muros que rodean el conjunto.
Como sea, Saint-Émilion da buena cuenta de una parte fundamental de su historia a través del comercio, singularmente representado por numerosas tiendas de vinos, que en general responden más al concepto francés de boutique que al nuestro de vinatería. Son establecimientos cuidados, algunos de ellos con nobles y lujosos escaparates, en los que lucen botellas de los vinos más acreditados de toda la región de Burdeos. Saltan a la vista los Margaux, Latour, Lafite Rothschild, el más popular y celebrado Sauternes... En fin, envuelto por el agradable espejismo de ver tanta delicia junta, el último día me acerqué —eso sí, con el bolsillo encogido— hasta la tienda del Museo del Vino, a la que entré con alguna referencia y de la que salí con un Pécharmant y dos botellas de Château Trapaud, que ya había probado y que guardo para Navidad. También me traje de allí el recuerdo vivo de una pequeña vid, cuya variedad he olvidado y que, por cierto, sobrevive en un hermoso tiesto, en mi terraza, comenzando a dorarse de otoño. Y ya, ya sé que no disfruta del espacio ni de la espléndida tierra que tenía en la primavera de Saint-Émilion, pero prometo compensar con celo todo aquello que, a lo largo de las estaciones vitorianas, le pudiera faltar. 
 
ir arriba