24 junio, 2012

BURDEOS

Les quais de Bordeaux - Smith

Que Burdeos esté catalogada como Patrimonio Mundial por la UNESCO, es motivo suficiente para hacer una escapada de puente, e incluso de finde para quienes la tenemos a tiro de piedra. Porque esta no es una ciudad cualquiera y, de ello, uno se da pronto cuenta, a la vista de sus magníficas construcciones, amplias avenidas y grandes plazas. Plazas como la del Parlament, configurada por edificios nobles y cafés de pobladas terrazas, dispuestas alrededor de una espléndida fuente neo-renacentista, y que se inserta en el animado barrio de Saint-Pierre, del viejo Burdeos, un entretejido de callejas adoquinadas, llenas de coquetos restaurantes para todos los gustos y bolsillos.

Cerca de la Place du Parlament, se halla la de la Comédie y su Gran Teatro, de estilo clásico, provisto de una característica y regia columnata, en cuya fachada superior destacan doce estatuas de musas y diosas que dotan al edificio de una robusta y singular belleza.

Tocante a los templos religiosos, son sugestivas la catedral gótica de Saint André, en cuyo interior veremos un espectacular órgano catedralicio, y la curiosa basílica de Saint Michel, de la que llama la atención su imponente torre en aguja, de 114 metros de altura. A su alrededor, los fines de semana hay un variopinto mercadillo de puces (objetos de ocasión), en el que pequeños anticuarios y chamarileros, venden todo tipo de objetos de decoración, utensilios y cachivaches.

Por lo demás, el comercio de Burdeos es sorprendente por su alto nivel. Para apreciarlo, basta con recorrer los vistosos escaparates de las boutiques del centro histórico, de las mejores marcas. La calle comercial por excelencia es la rue Sainte-Cathérine, en la que hay de todo, incluidas tiendas de baratillo, según nos acercamos a otra de las grandes plazas de la ciudad: la Place de la Concorde.

Un más que agradable paseo es el de la ribera del poderoso Garona, parando en la place de la Bourse, de bellísima factura, con su fuente de las Tres Gracias, junto al celebrado Espejo de Agua. Tras ella, vadearemos la vasta explanada de Quinconces y su monumento a los girondinos (¡majestuoso!), para llegar hasta el barrio de Chartrons, de mansiones, bodegas y almacenes que dan buena muestra del dinamismo económico de la ciudad. Antiguamente en él vivían los armadores y negociantes de vino, y en sus muelles se puede disfrutar un mercado dominical al que muchos bordeleses acuden para degustar ostras y vino blanco.

Y una última observación, ya gastronómica: La oferta alimentaria de toda la región de Aquitania es fenomenal, destacando sus excelentes y archiconocidos vinos, el fuagrás y la repostería. Un dulce típico de Burdeos es el cannelé y los más populares son los de Baillardran, que se pueden adquirir en diferentes puntos de la ciudad y que, doy fe, están bien ricos.


17 junio, 2012

EL ARTE DE AMAR - Fromm

Los amantes - Magritte
«En contraposición a la unión simbiótica, el amor maduro es ser-uno bajo la condición de conservar la propia integridad e independencia y, por ello, también la propia individualidad. El amor del hombre es una fuerza activa que derriba los muros por los que el hombre está separado de sus prójimos, y que los une con los otros. El amor le permite superar el sentimiento de aislamiento y separación, pero le permite también permanecer fiel a sí mismo y conservar su integridad, su ser-así. En el amor se da la paradoja de que dos seres llegan a ser uno y, sin embargo, siguen siendo dos... El amor es una actividad, y no un afecto pasivo. Se puede describir, de una forma muy general, con la afirmación de que el amor es, sobre todo, un dar y no un recibir.»

10 junio, 2012

QUE ASÍ SEA

Les coquelicots - Monet

Me reconozco en ti, cuando en ti pienso. Y lo hago mientras mi historia se improvisa a tu lado, en los espacios embellecidos con esencias de cada lugar que recorro contigo; esencias con las que, un poco a borbotones, coloreo para ti estas acuarelas...
Dejo el pincel, miro mis manos, las cápsulas de una paleta imaginaria, y me pregunto, al cabo, qué hago. Qué, sino bosquejar imágenes, llevado por la corriente de la memoria hasta el último recodo del camino; qué, sino recalar en los horizontes que descubrimos, en los senderos trillados y en las habitaciones en que me revelé tu amante... Te miro detenidamente, más allá de este pliego, y trazo estelas que avalen cada pasaje vivido, los vagabundeos por el pavés de las calles viejas, aquellas travesías entre los verdes viñedos y sus amapolas y rosales, el apego de mi cuello a la tibia ternura que desprenden tus manos cuando lo rodean. Qué hago, me digo, y qué puedo hacer, sino combinar para ti una nueva textura de fragmentos perdurados, que repare la distancia desde el recuerdo de cada día compartido...
No te extrañe, pues, que piense en ti, y que piense en la historia de este amor, que es un amor nacido de viejas devociones y erigido con exploraciones recíprocas. Un amor que se sustancia en el anhelo de aprender y crecer juntos, de compartir la pincelada intelectual y el sondeo sensorial, de retratarnos el uno ante el otro desde la desnudez confesada, desde el placer de la permanente sorpresa que nos regala el simple hecho de estar vivos.
Y, ahora que pienso en ti y en el amor, recuerdo una de aquellas últimas noches: Yo inventaba una caligrafía recorriendo tu espalda, los flancos desnudos del instante, esas últimas terminaciones nerviosas que aletean rezagadas antes del sueño. Entonces te volviste para estrecharme sin urgencia, relegando tu amazónica idea de festejar el amor con una renovada conquista. Te besé en la frente y supe que era el momento elíptico del abrazo entero, del latido acompasado de los cuerpos, el musgo contra el musgo, la entrega al silencio en el sagrado anonimato de la noche... Permanecimos así unos minutos y, antes de musitarte que descanses, recordé a Kundera: aquello de que el amor no se manifiesta en la ambición de acostarse con alguien, sino en el deseo de dormir junto a alguien... Y, complacido en la belleza del sentimiento, cerré los ojos, como orando al cielo, y pensé: Así es... y que así sea.

03 junio, 2012

RESOLUCIONES

Marilyn - Warhol

Soy un tipo ordenado y, como así me va bien, no tengo mayor interés en cambiar; y menos a estas alturas de la película. Menciono lo del orden, por mi afición a hacer listados: listados de dietario y de asuntos pendientes, de libros que gloso, de pelis que veo. No es algo nuevo, que ya los hacía a los quince, hasta de las chicas que me robaban el aire...
Así es que no podían faltarme listas en materia de propósitos: esas buenas intenciones que uno busca sustanciar cada vez que inicia el año o un nuevo ciclo vital. Como tengo vencido al tabaco y me saneo regularmente en el gimnasio, lo que hago es endilgarme una veintena de posibles que, en una tabla y con método, reviso mes a mes. Total que, en esa miscelánea de objetivos que listé el último diciembre, recojo un poco de todo: Desde mi intención de cocinar nuevos platos, hasta la de revisar mis contratos y seguros (y cambiar de compañía, ante el mínimo abuso tarifario), pasando por eliminar plásticos y polietilenos de mi vida, verdecer los consabidos planes solidarios o mejorar mi asistencia a las salas de cine, en caída libre desde hace años, muy a mi pesar. Pues bien, llevo mis registros con resultados aceptables, salvo precisamente en esta última cuestión. Hago arqueo de mayo y vuelvo a anotar en rojo lo de ir al cine. La razón: que me supera cohabitar la sala con decenas de personas que aterrizan en ella de merendola. A fuer de ser claro, no puedo con el hábito de apalancarse con las palomitas, los frutos secos y el medio litro de cola ante la gran pantalla, como si en pantuflas y ante la tele de la propia casa. ¿No ven estos incontinentes glotones que, al manipular sus envoltorios, al masticar y al sorber, molestan; que sus emanaciones invaden desagradablemente las narices de quienes sólo buscan disfrutar de una película? Pues bien, amo el cine, pero repruebo la suerte de merenderos que son las salas de proyección. Consecuencia: voy poco y, lo poco, en la France, donde las taquillas tienen largas colas (la cultura en Francia es un valor social; basta con entrar en una librería o acercarse a una exposición para comprobarlo) y donde la escena de alguien abriendo una bolsa con maíces tostados en medio de una peli es inimaginable. Los franchutes tendrán cosas que sí y otras que no tanto, pero en materia de cine, sea por las buenas películas que hacen, por su hábito de ir a verlas o por el civismo que exhiben durante las proyecciones, nos dan sopas con honda. Las mismas que, por lo visto, les damos nosotros a ellos en el deporte de competición; algo que me trae al pairo, y mucho más a tres telediarios de que estalle la burbuja futbolera y viendo cómo se toleran las evasiones de impuestos de buena parte de los que dan patadas al balón, sacuden la raqueta o se suben a un Fórmula-1. ¡Qué país este, mon Dieu!
Como sea, repaso con método mis resoluciones y veo que no conseguiré cubrir mi objetivo para este año en lo que concierne a ir al cine... Salvo que pida asilo cultural al otro lado de la muga y me haga ciudadano francés, como Montaigne o Voltaire. Eso sí: si pudiera ser, a condición de que me permitan seguir viviendo por aquí, en este desorientado, consumido y contradictorio país.

 
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