25 marzo, 2012

FUERZAS DE FLAQUEZA

En el balcón - Iturria

Me escandaliza, todavía más de lo que me perturbó la gestión de la crisis del anterior Gobierno, lo que éste ha comenzado a hacer. ¿Qué nos adormece hasta el punto de que la respuesta social a sus nuevas medidas (reformas financiera y laboral, modificaciones en materia educativa, en la justicia, etc.) vuelva a ser, salvo en casos aislados, prácticamente inexistente? Me lo pregunto, sin acertar a calcular el eco que tendrá la huelga general del 29-M, convocada por unos sindicatos moralmente bien poco legitimados para encabezar cualquier protesta. En todo caso, tal vez sea el miedo lo que nos agarrota...
Noam Chomsky elaboró un inventario de estrategias mediante las cuales el poder (cada vez menos visible) controla a la población a través de los medios de comunicación. Habla de tácticas como la distracción (desviar nuestra atención de los asuntos importantes), la creación de problemas para después ofrecer soluciones (se permite un incremento de la violencia al objeto de que la ciudadanía demande seguridad y acepte políticas y leyes que cercenen sus libertades), la utilización de las emociones para llegar al individuo, neutralizando su análisis racional y su discurso crítico, la promoción de la mediocridad en todos los ámbitos de la vida social, en fin. Es chocante que aceptemos como un mal necesario el continuo recorte de derechos sociales y el gradual desmantelamiento de servicios públicos, hasta hace cuatro días incuestionables. El propio Chomsky menciona la gradualidad como el sutil modo de imponer con cuentagotas una serie de condiciones socio-económicas totalmente nuevas, destinadas a demoler el Estado del Bienestar: Estado mínimo, privatizaciones, precariedad, flexibilidad, desempleo en masa, salarios que no garantizan unos ingresos decorosos... Cambios todos que, de haber sido aplicados de golpe y porrazo, hubieran provocado una auténtica revolución.
Como sea, formamos parte de una población sugestionable y atemorizada, gobernada por meros intermediarios de la Banca, el Mercado y las Corporaciones; de una población que tolera el desempleo como un “mal de muchos” y ocupa su tiempo rellenando currículos, viendo fútbol y dormitando ante una televasión colonizada en sus horas estelares por unos cuantos payasos de plató sin signos externos de inteligencia.
Muchos auguran ya que la nuestra será la primera generación en la Historia de la Humanidad que va a legar a sus hijos un mundo peor que el que conoció. Yo, también, así lo creo; como creo que, frente a tan desalentador pronóstico, cualquier iniciativa por contrariarlo pasa por combatir esa idea establecida según la cual lo normal es aceptar lo que existe y lo anormal es intentar cambiarlo. Educar, en este contexto, sigue siendo la mejor herramienta para el cambio. Hasta hace no mucho, la educación de un niño básicamente consistía en inculcarle una serie de creencias sobre las que desarrollar un pensamiento temeroso y hasta cierto punto infantilizado que diera un “sentido” a su existencia. Hoy, a pesar de otros modernos condicionantes, podemos educar a nuestros hijos con sentido crítico, estimular su lucidez, su aprendizaje racional y emocional, y permitir que sus creencias lleguen naturalmente, sin adoctrinamientos ideológicos que los suman en la perplejidad y el temor.
Cuando pienso en cómo vencer precisamente el temor que ahora nos paraliza, también reparo en todo cuanto engrandece a la condición humana: No otra cosa sino la esperanza, que demuestra con su capacidad heroica para arrostrar los contratiempos y su voluntad de acción y de cambio. Porque el ser humano se descubre a sí mismo en situaciones de crisis real y profunda, cuando todo a su alrededor se derrumba, mostrando muchas veces lo mejor que tiene, justamente ese valor de la gente común, dispuesta a sacar fuerzas de flaqueza, para superar el desaliento. Por esto creo que, en buena medida, está en nuestras manos provocar la llegada de tiempos mejores, promoviendo el compromiso solidario y avivando la llama del pensamiento y de la acción crítica... Salvo que prefiramos claudicar ante la realidad que se nos impone y aceptarla amedrentados como algo normal e ineludible; como la más cruda fatalidad.

 
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