09 octubre, 2011

LA MAGDALENA DE PROUST

Nadando - Eakins

Qué tendrían aquellos años de juventud, que utilizan furtivamente una imagen, un olor, un sabor, una canción, para retrotraernos a la eternidad felizmente inconsciente de su transcurso. Qué tendrían, me pregunto, que permanecen grabados a fuego en nuestro ser más profundo, desde que nos entregamos en cuerpo y alma a, ante, para, por ellos...
Y es que en aquel tiempo fuimos tunantes urdiendo chifladuras, desvergonzados que jugaban a levantarle las faldas a la vida, para salir después corriendo y a carcajadas, con la misma frescura con la que nos dábamos a charlar, compartir y amar. Mis amigos y yo: Había que vernos hacer, con tanto entusiasmo como imprevisión, rastreando cualquier deliciosa confirmación de la felicidad. Como no sabíamos de imposibles, nuestra audacia era salvaje; le teníamos perdido el respeto a eso de vivir, y a eso de morir; y todo era tan intenso y cercano, tan oloroso y pleno como una jugosa fruta, siempre alcanzable en la rama... Sólo había que trepar.

Y fue entonces cuando nos creímos hombres, bebiendo de tantas fuentes con insensatez, hasta sucumbir ebrios en noches de apedrear con insolencia a la luna o de escribirle poemas, que casi siempre tuvieron algún nombre de mujer... Porque allí la vida era un lugar de encuentro, donde perseguir sin resuello las emociones prohibidas, mil metros lineales de playa, un trozo de cielo azul y tenso, cuatro besos y un blando pecho ardiendo en la mano; botines conquistados entre dunas verdes, más verdes que el mar. Esto, y no otra cosa, era la vida.

Y, mientras aquello pasaba, el tiempo no parecía una amenaza, ni una trampa en una curva de la carretera, y nos burlábamos de él, y del destino, emboscados en nuestra condición de inmortales, como si en el prontuario de locuras de quienes éramos jamás hubiera existido la palabra después. Y retábamos a la suerte, extremando los límites de nuestros órganos por saber si había límites para ellos, por descubrir el otro lado, el de la infinitud de cuanto nos ponía a prueba... Y, enfermos de amor y de literatura, ardimos con nuestros proyectos en las lumbres del invierno y nos bañamos desnudos en los mares crepusculares del estío...
Así que fuimos lo que en nuestro corazón cabía que fuéramos: pícaros, audaces, trepadores de higueras, poetas, locos, ebrios y amantes; y le guiñábamos cómplices un ojo a la vida
y le terminamos por dar lo que, como una insaciable hembra, nos reclamaba: nuestra juventud. Una juventud en la que, más allá de la inseguridad, el temor y las frustraciones, apostamos por ser francos y leales, aprendimos a escuchar y a perdonar, a llamar amor al amor, mirándolo de frente, a mostrar lo más nítido y virginal de nuestros sentimientos, y a soñar que todo era posible, hasta forjarnos un credo por el que luchar contra la injusticia y la desigualdad. Conque defendimos el sentido propio de nuestros actos, desafiamos la intolerancia de los púlpitos y alzamos el puño en alto, pero nunca para golpear; aprendimos a vivir sin absolutos y comprobamos que, a pesar de ello, no nos tambaleábamos tanto. Y todo esto, y más, sucedió entonces…
Por eso, rememorando aquellos años, noto en el corazón las ascuas de su pasado combatiente, y cada vez que furtivamente una imagen, un olor, un sabor, una canción, me retrotrae a mi primera juventud, pienso en quienes la compartieron conmigo, pienso en mis amigos. Y me digo que he de llamarles para celebrar que vivimos, y también para brindar con ellos porque, después de todo, quizá no hemos cambiado demasiado... O al menos no tanto como para echar de menos a aquellos bribones que, precisamente entonces, llevaban con tanto arrojo nuestros nombres.


 
ir arriba