31 julio, 2011

FRANZ Y ANTOINE

Vuel Villa - Xul Solar

El compositor y músico Franz Liszt fue un niño prodigio que, de la mano de su padre y tras dar conciertos por toda Europa, recaló en París, en donde pasó su primera juventud y vivió con intensidad aquellos tres días gloriosos de la Revolución de 1830, a los que consagró su primer esbozo de sinfonía.

Liszt conocería en París a escritores como Víctor Hugo, quien, a su vez, dejaría constancia de esos mismos acontecimientos en varios capítulos de «Los miserables», y que fue un incansable defensor de las ideas democráticas de su tiempo, algo que le costaría incluso un exilio temporal.
Justamente en su destierro, Hugo entabló relación con diferentes personajes relevantes de la época, uno de los cuales fue Julio Verne. Ambos publicaron sus obras gracias al editor Pierre-Jules Hetzel, que inmortalizaría los libros del autor de «20.000 leguas de viaje submarino» y «Miguel Strogoff» gracias a sus famosos y vistosos cartonages ilustrados. Como es bien sabido, la increíble imaginación de Verne le llevó a realizar numerosas predicciones a través de sus novelas; predicciones como la llegada del hombre a la luna o la de intuir el rumbo que tomaría la aviación, cuando en «Robur, el Conquistador» ideó el Albatros, artilugio que navegaba en el aire gracias a setenta y cuatro patas giratorias, movidas por motores eléctricos.
Precisamente la aviación fue, junto a la narrativa, una de las pasiones de Antoine de Saint-Exupèry, quien publicó «El Principito» en 1943, justamente cien años después de que Hetzel fundara en París su conocida editorial. En el famoso libro del piloto de Lyon, el entrañable Principito expresa, con su natural e ingenua sabiduría, pensamientos de inigualable belleza. Por ejemplo, cuando dice que lo hermoso de un desierto es que en cualquier parte esconde un pozo... O bien que sólo se ve bien con el corazón, porque lo esencial es invisible para los ojos. También Franz Lizst escribiría que hemos de tratar de ver con el corazón y que la música es el corazón de la vida, pues por ella habla el amor; sin ella no hay bien posible y con ella todo es hermoso.

Franz Liszt y Antoine de Saint-Exupèry murieron en 1886 y 1944, respectivamente; ambos en un día como hoy, 31 de julio
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24 julio, 2011

EL AMOR DE CARLOS

Estación - Descals

Carlos conoció a Clara en un tren de cercanías que, más tarde supieron, llevaban tiempo cogiendo a la misma hora para regresar de Llodio a Bilbao. Aquel día, sentado frente a ella, vio que leía con una sonrisa dibujada en sus labios. Terminó mirándola furtivamente, guapa que era; se le antojó que la expresión de su cara, ligeramente inclinada sobre el libro, revelaba un espíritu franco y libre. Y, con este convencimiento, no se resistió a interrumpir su lectura:
—Perdona —le entró—, ¿qué estás leyendo?
—Ah... El sabor de los días, ¿pues?
—Es que te veo sonreír... y me ha picado la curiosidad.
Amable, ella le hizo un comentario sobre la novela, dando pie a que siguieran hablando, ya de otras cosas, hasta llegar a la estación. Fin de trayecto, buenas vibraciones, nos vemos.
Como fuera, Carlos no se quitó de la cabeza a Clara durante el resto del día. ¿Se volvería a enamorar? Una punzada de angustia le recorrió el plexo solar. Pero, ¿puede sentir uno angustia por amar? Que se lo preguntaran, justamente a él. A él que, sin buscarlo, se vio garabateando con bellos poemas la acuarela de su adolescencia. A él, que escribía para el amor, porque al amor se debía, cuando aún éste no se le había representado con rostro de mujer. A él, que tan intensamente soñó amar que no encontró otro modo de vivir que no fuera amando, ni otro modo de habitar el mundo que no fuera escribiendo. A él, sí, ¡que se lo preguntaran! Porque el riesgo de idealizar el amor es terminar enamorándose de él, de la idea del amor, y no de la persona amada. Y el tributo del conocimiento real del ser a quien se adora es la decepción, y en la decepción se subsume el dolor, y en éste el fracaso. Por eso aquel primer día que Carlos habló con Clara, todos sus miedos se le concentraron urgentes en la boca del estómago.
Llegó la tarde siguiente y ambos se buscaron en la estación de Llodio. Subieron al último vagón, se sentaron juntos. Tras este nuevo trayecto, prolongado en la barra de un bar y con el propósito de verse el sábado, Carlos y Clara padecieron de forma muy semejante una secreta combustión interior. Algo hermoso germinaba entre ellos, un dulce fuego... De manera que Carlos no dejó que pasara el tercer encuentro sin revelar a Clara sus aprensiones más íntimas: esa angustia por amar, su zozobra ante el abismo de la responsabilidad, la obsesiva inquietud que anticipaba su temor al fracaso. Habló largamente de sí, porque comenzaba a quererla, así se lo dijo; y al sincerarse saldó viejas deudas contraídas con su corazón. Ella le escuchó con paciente dulzura y le entendió, y, tomando una de sus manos entre las suyas, le retribuyó la confidencia.
Fue así como ese mismo día Carlos y Clara se hicieron cómplices antes que amantes, y caminaron enlazados por la cintura al atardecer. Así fue como comulgaron sus ilusiones, sus anhelos y sus miedos... Y así como, sin saberlo, al despedirse junto al portal de ella, aquel primer beso comenzó a sanar en Carlos sus más antiguas y mal cerradas cicatrices.

17 julio, 2011

POCO, NADA Y TODO

El ojo del silencio - Ernst

Hablo poco
y, lo poco, hablo de lo que sé.
De lo que sé, que también es poco. Poco o nada,
que ya no sé si, incluso, nada es todo...
Y, en fin, será que esto es todo.
Después de todo, poco. O quizá nada...
Pero, en todo caso, todo;
lo poco, nada y todo cuanto sé.

10 julio, 2011

MI ORGANISMO Y YO

Retrato de Sylvia von Harden - Dix

Digo que mi organismo me desconcierta, muy sobre todo en lo que concierne al sueño. Unas cuantas noches seguidas, despertándome a eso de las tres, de las cuatro, para no volverme a dormir. Morfeo me toma con desgana en sus brazos, endosándome una impotencia que procuro gestionar con cargo a esa propensión que tengo a relativizarlo todo. Así es que me repito que no pasa nada, que hay cosas peores; y casi ya está. Casi, porque, a cuenta de estos desvelos, anoto la falta de concentración, lo de mis eventuales olvidos y un fondo de irritabilidad que procuro disimular. Todo ello, como que se me va cronificando; sobre todo lo de los olvidos. Y yo que lo asumo, faltaría más.
Lo cierto es que, vigilias aparte, nunca he tenido una memoria como la que me hubiera gustado tener. Leo un libro y semanas después me queda un poso peregrino. Y lo mismo con la mayoría de las pelis, las características técnicas de mis cachivaches o los condumios de una reciente cena y muchos rincones de lugares visitados. Un desastre con patas, es lo que soy en materia de evocaciones. No así, empero, me pasa con las caras, los nombres de los camareros, las frases ocurrentes y cantidad de detalles superfluos, que retengo... así como, dicho sea de paso, los hitos de mi aprendizaje emocional, pues el corazón que me habita recuerda casi todos los episodios que le han hecho latir dichoso.

Decía Alexandre que todo el mundo se queja de su memoria, pero nadie de su inteligencia. Y yo digo que nanay, que me quejo de ambas, que mil cosas más que las que olvido son las que no logro comprender. Cosa de tener una inteligencia más bien adaptativa y relacional; un caletre de andar por casa, vamos. Por eso nunca diría a favor de mí mismo que soy un tipo brillante, porque conozco bien mis limitaciones. Y tampoco me va la vida en ocultarlas. ¿Qué apariencia pretendo dar de lo que soy? Pues la que tengo, para qué engañarme. Así todo resulta más fácil, en serio.

Cuando me tocó estudiar la inteligencia, en aquella época geológica en que tuve veinte años, el concepto era injusto y miope. Se asociaba a la tenencia de determinadas capacidades para el lenguaje, la abstracción y el razonamiento numérico, muy relacionadas con la erudición académica y, de paso, con la cultura dominante. Así se comprende que un labrador, por poner un caso, no diera la talla en la escala del test al uso. Hoy, superado tal despropósito, la inteligencia viene a ser algo así como
la capacidad para solucionar problemas nuevos, procesando información y reestructurando la adaptación al ambiente. Con lo que, sentando jurisprudencia, hemos salvado de la idiocia al mentado campesino.

Pero, en fin: Regreso al principio, a lo de mi nocturno aturdimiento. Son ahora mismo las 4:34 de la mañana y dentro de hora y media se encenderá mi despertador luminoso, de no ser que... ¡Clic!, ya lo he desactivado. Conque dejo el cuaderno, me siento en el borde de la cama, bostezo. Tendré un par de crisis matutinas que espero no evidenciar, echaré mano de mi relativismo existencial, nada de irritarme... y, vaya, me repetiré varias veces lo de siempre: que no pasa nada. Y es que es bien socorrido hacerlo. En fin, ¡hay tantas cosas peores...!

03 julio, 2011

DIARIO ÍNTIMO - Kierkegaard

Fruehling - Vogeler

«Imaginemos a un pajarillo: por ejemplo, una golondrina enamorada de una jovencita. La golondrina podría conocer a la muchacha (por ser diferente a todas las demás), pero la joven no podría distinguir a la golondrina entre cien mil. Imaginad su tormento cuando al retornar en primavera ella dijera: «Hola, soy yo», y la joven le respondiera: «No puedo reconocerte...» En efecto, porque la golondrina carece de individualidad. De ahí se deduce que la individualidad es el presupuesto básico para amar, la diferencia de la distinción. De ahí se deduce también que la mayoría no puede amar de veras, porque la diferencia de sus propias individualidades es en realidad demasiado insignificante. Cuanto mayor es la diferencia, mayor es la individualidad, mayores son los caracteres distintivos y mayores los rasgos reconocibles. En este profundo sentido se comprende el significado del hebreo: conocer a su mujer, refiriéndose a la unión matrimonial; pero cobra un sentido más profundo en lo que se refiere al alma, al carácter distintivo de la individualidad.»
 
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